domingo, 21 de octubre de 2012

El otoño de la vida



Era temprano, se despertó sobresaltado. Aquellas imágenes volvían una y otra vez a su cabeza. Se sentó al borde de la cama. Tomó el libro que tenía sobre la mesita y lo abrió por la primera página:




“A Octavio, mi inspiración.




 Florece hoy
el otoño de la vida,
las hojas caen.”







Los recuerdos de aquel verano en que conoció a Ryoko llenaron sus ojos de lágrimas.
Su llegada al pueblo fue todo un acontecimiento. Aquella japonesa de grandes ojos negros como aceitunas no dejaba a nadie indiferente. Su cabello color azabache le llegaba hasta la cintura, lacio, brillante, y el flequillo recto que casi tapaba sus ojos le daba un toque inocente, aunque su mirada, profunda, era fiel reflejo de la amplia experiencia que aquella exótica mujer llevaba a sus espaldas.

Octavio la recibió en la Plaza Mayor. Ella se había puesto en contacto con él con el fin de alquilar para todo el verano la casa que tenía en las afueras del pueblo. Ryoko llegó puntual, enfundada en un sencillo vestido de tirantes, buscó con la mirada a Octavio. Se presentaron, apenas hablaba unas cuantas palabras en español. Se entenderían mejor en inglés. 

Fueron paseando hasta la casa, era antigua, heredada de sus padres, pero la mantenía en perfectas condiciones. Ryoko apenas hablaba, pero parecía que le había gustado, se inclinaba continuamente en señal de agradecimiento.

Días después se acercó a visitar a su inquilina, no había tenido noticias suyas desde la llegada. Detuvo el motor del coche y escuchó música. La ventana del salón estaba abierta y se escapaba hacia el jardín una dulce melodía. La identificó rápidamente, era el conocido Canon de Pachelbel, él también era amante de la música clásica. Llamó al timbre de la puerta y enseguida la japonesa le recibió con una inclinación de cabeza. Le invitó a pasar, bajó el volumen de la música y le ofreció un té, que Octavio aceptó encantado. Aquella señora debía tener su edad, rondaría la cincuentena, pero su cuerpo delgado y esbelto la hacía parecer mucho más joven. 

Octavio intentaba entablar conversación, pero ella le contestaba con respuestas cortas, era tímida, o quizá era la diferencia cultural lo que a él le parecía timidez. Poco a poco y casi sin darse cuenta, la charla comenzó a fluir. Hablaron de sus trabajos, ella era escritora y, según le contó, bastante conocida en el país del sol naciente. Precisamente había llegado a parar ese verano a su pueblo, a su casa, para concentrarse en escribir un nuevo libro, un libro de haikus. Ante la mirada interrogante de su interlocutor, Ryoko le explicó que un haiku era un poema breve tradicional japonés. Hablaron de sus hijos, de su infancia, del pueblo, de Japón,… empezaba a atardecer cuando decidieron salir a dar un paseo por los alrededores, el paisaje que rodeaba a la vivienda era de ensueño. Siguieron charlando y riendo durante horas, tomaron una cena ligera que se alargó con una copa en el sofá. Octavio cayó en la cuenta de que acababa de conocer a unas de esas personas especiales, de las que nunca olvidas.

Tras aquella primera noche, vinieron muchas más y ambos entablaron una fuerte amistad. Hacía ya tres años de aquello, tres veranos maravillosos en los que ambos habían disfrutado de su mutua compañía. Alguna vez se le pasó por la cabeza que aquella relación pudiera ir un poco más allá, pero sabía que a su edad esas cosas ya no ocurrían.

Todavía no podía creer lo que habían visto sus ojos el día anterior. Llegó a la casa, como tantas otras veces, detuvo el motor de su coche, escuchó la música que en tantas ocasiones había escuchado. “Ryoko está escribiendo”, pensó, “siempre lo hace escuchando este canon.”
Se acercó a la puerta, estaba abierta. Una sonrisa se dibujó en su rostro, le estaba esperando para salir a dar su habitual paseo vespertino. Cruzó el salón, sobre la mesa estaban sus notas, sus bolígrafos, su máquina de escribir. Delante de la mesa, una silla vacía. 

“¡Ryoko!”, levantó un poco la voz para que pudiera oírle por encima de la música. Entró en la cocina. Estaba tirada en el suelo, inerte, con la cabeza ladeada y su pelo color azabache tapándole la cara, como si no quisiera que él viera lo que le habían hecho. Ese delgado y esbelto cuerpo parecía ahora tan débil y pequeño. Octavio la cogió entre sus brazos, retiró el cabello de su cara y, por fin, la besó. 





Johann Pachelbel Canon in D Original Instruments from Voices of Music on Vimeo.



1 comentario:

  1. Hola Merche.
    Te felicito por tu relato, sabes trasmitir la tristeza y melancolía a la perfección. He puesto a reproducir el canon mientras leía y ha sido un complemento ideal. El asesinato prácticamente ha sido una escusa para simbolizar la despedida y el tiempo que han perdido. Muy recomendable. Intentare leerte a menudo.
    Un saludo y nos leemos.

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