miércoles, 25 de diciembre de 2013

Calcetín rojo



Nochebuena. 

Era tarde y todos se habían ido a casa ya. Como todos los años, su madre se había pasado toda la tarde en la cocina, sus tíos y primos llegaron tarde, el abuelo Manuel tenía preparada una de sus poesías, su padre tenía el salón completamente decorado e incluso Lilo, su inseparable mascota, había sido ataviado con sus mejores galas… como todos los años.

Había llegado el momento de acostarse. Sólo le faltaba un detalle: tenía que encontrar su calcetín rojo, ese que colocaba cada nochebuena en el salón, justo al lado del árbol excesivamente engalanado, para que Santa supiese dónde debía dejar su regalo.

Ya llevaba un buen rato revolviendo los cajones, buscando en los altillos, en las cajas de los juguetes, cuando… ¡por fin! Allí estaba, bajo una montaña de tentes y legos que hacía tiempo que descansaban en el fondo de su baúl.

Se metió en la cama. Estaba nervioso, sólo podía pensar en que este año sería diferente. No se le escaparía, tenía que verlo. Quería preguntarle tantas cosas: ¿Cómo podía subir hasta el noveno piso, entrar y dejar su regalo sin que nadie se enterara? ¿Y cómo podía hacer lo mismo en casa de cada uno de sus amigos, Pedro, Javi, Marcos…?

Interrumpió sus pensamientos un ruido. Se quedó muy quieto, atento, aguantando la respiración para intentar percibir algún otro sonido. Nada. Sólo el silencio de la noche. Ahora dudaba de si realmente había escuchado algo o sólo había sido su imaginación. No quedaba más remedio, tenía que levantarse para comprobarlo.

Echó a un lado el edredón, hacía frío. Se abrazó el cuerpo con los brazos y se aventuró descalzo hacia el pasillo. ¡Volvió a escuchar algo! Estaba seguro, había alguien en el salón. Avanzó despacio, alcanzó la puerta. Se le aceleró el pulso. Pensó en volver a la seguridad de su cuarto, pero la curiosidad fue más fuerte. Abrió de golpe la puerta y lo vio: la ventana del balcón estaba abierta y, a través de las cortinas, desaparecía una pierna vestida de rojo, el pie cubierto con una bota negra, la silueta de un hombre corpulento se desvanecía entre las luces y sombras de la noche. El árbol todavía se movía. Su calcetín rojo estaba lleno a rebosar. Se sintió especial, orgulloso. Iba a ser la envidia entre todos sus amigos. Sí, lo había conseguido: había visto a Santa. 



miércoles, 11 de diciembre de 2013

Los misterios de la Isla de Pascua

Hoy he estado escuchando la intervención que Javier Sierra hace cada semana en el programa de "La noche en vela" de RNE. Me gusta mucho porque siempre habla de temas interesantes y misteriosos. En el programa de anoche, habló sobre la Isla de Pascua, por la que siempre he sentido una curiosidad especial. Me pasa igual que con el ejército de los guerreros de Terracota. Son temas que me fascinan, me intrigran y que me encantaría poder ver con mis propios ojos.

Yo conocí la Isla de Pascua cuando, hace ya bastantes años, pusieron en la tele la película Rapa Nui (porque os recuerdo que antes las películas las veíamos cuando las ponían en la tele, nada de descargas, películas online, ni nada de eso). Si no la habeis visto, os la recomiendo. La peli trata sobre la vida en la isla y los enfretamientos entre las dos tribus locales, los Orejas Cortas y los Orejas Largas, con un espectacular escenario y los increíbles moais como coprotagonistas.

Uno de los misterios que rodean esta diminuta isla perdida en el océano Pacífico es cómo sus primeros habitantes llegaron a ella, en una época en la que la navegación todavía no estaba tan desarrollada. Más de 2000 kilómetros la separan de la tierra habitada más cercana. Cuenta la leyenda que una docena de hombres llegaron a ella en canoas tras semanas de dura navegación, aunque lo cierto es que han sido muchos los que han intentado probar esta teoría sin éxito.

Portada de NG - Agosto 2012
Una vez allí, los habitantes de la isla se dejaron la piel para construir los cientos de moais que actualmente todavía siguen en pie. Hoy en día sigue sin conocerse la razón que los llevó a hacerlo y, por supuesto, muchas han sido los estudios y teorías que han tratado de explicar cómo los contruyeron y transportaron. Por lo visto, los actuales habitantes lo tienen claro. Cuando se les pregunta sobre cómo llegaron los moais desde las canteras donde se construyeron hasta sus ubicaciones a más de un kilómetro de distancia, contestan convencidos: "No hay misterio alguno. Llegaron andando".

Después de escuchar a Javier Sierra hablar de este tema y releer un artículo que National Geographic publicó el pasado verano (que, por cierto, también recomiendo), me he sorprendido a mi misma silbando la canción de Willie Fog mientras hacía la comida... Jejejeje 

De ilusión también se vive....

domingo, 8 de diciembre de 2013

La auténtica receta de las magdalenas


Hace poco, un amigo me dio la receta de magdalenas que hace su madre, una señora de 95 años, y reconozco que es la auténtica receta de magdalenas. 
Yo soy más de bizcocho, suelo hacerlo bastante a menudo, pero de vez en cuando pruebo con otras cosas. 
En el caso de las magdalenas, he probado a hacer recetas que he ido encontrado por internet, pero se quedan un poco tiesas, un pelín duras. Sin duda, esta receta a la antigua usanza es la mejor. Quedan riquísimas, esponjosas, ESPECTACULARES.

La señora me dio la receta con cantidades para un regimiento (una docena de huevos, etc). Yo he adaptado las medidas a mi pequeña familia de 2 comensales, y aún así, salen unas treinta y tantas magdalenas de tamaño mediano.

Aquí la tenéis, para quién se anime a hacerlas. Creo que no os arrepentiréis.

·        4 huevos
·        ¼ kg de harina
·        1 vaso de aceite de oliva
·        1 vaso de leche
·        1/3 kg de azúcar
·        1/3 de caja de gaseosas
·        Ralladura de un limón

Siempre queda mejor si mezclamos primero los ingredientes húmedos (huevos, leche, aceite) y después, le añadimos los ingredientes secos (azúcar, harina, gaseosas).
Hay que tener en cuenta que no se pueden llenar hasta arriba los moldes porque la masa sube bastante y las magdalenas se desbordan, provocando una auténtica locura en el horno. Llenando unas ¾ partes es suficiente.
Yo las pongo unos 10 minutos a 200º con calor arriba y abajo y ventilado, pero como todos sabemos, cada horno es un mundo, así que lo mejor es ir probando.
Espero que os animéis a hacerlas y os gusten.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Dispara, yo ya estoy muerto

Bueno, después de un par de meses dedicada a otras cosas, por fin he podido volver a la lectura. Este fin de semana me he dado una buena sesión, que ya tenía ganas, y lo he hecho con Dispara, yo ya estoy muerto, de Julia Navarro. Después de haber disfrutado con Dime quién soy el pasado invierno, me apetecía volver a leer algo de este autora y me he decidido por este libro de moda, del que, por cierto, he oído hablar muy bien.

 Esta novela, igual que en Dime quién soy, la autora se pasea por la historia del siglo XX a través de la vida de diversos personajes ficticios. En este caso, profundiza en el conflicto entre palestinos e israelíes desde sus orígenes. La verdad es que lo acabo de empezar, pero lo he cogido con ganas. Además, como me pasó con el anterior, creo que está bien escrito y su lectura me resulta muy amena. Espero que cumpla las expectativas generadas, ya os contaré.


domingo, 3 de noviembre de 2013

R.E.M.





La carcoma se abría paso entre la madera podrida. No parecía el lugar más acogedor del mundo, pero, pensándolo bien, no les importaba demasiado. Teo y Marta estaban decididos a disfrutar de unas vacaciones que necesitaban más que nunca. Aquel, más que un hotel, parecía un castillo. Tenía un toque a la vez mágico y un poco tétrico, escondido en un bosque de coníferas, apartado de todo.

Entraron en el vestíbulo. La decoración, en otra época, suntuosa, se veía un poco anticuada ya en el siglo XXI. La llegada de la recepcionista interrumpió su exhaustivo análisis del lugar.

—Buenas tardes. El señor y la señora Cardona, si no me equivoco—. La pareja asintió sorprendida. —Es la única reserva que tenemos para hoy. Éste no es un lugar muy frecuentado por estas fechas—, les informó mientras tomaba sus datos a mano con perfecta caligrafía.

La señora, ya entrada en la cincuentena, se presentó como Concha Talavera, propietaria del establecimiento. Con una amplia sonrisa, les explicó todos los servicios disponibles, les entregó la llave de su habitación y se retiró por donde había venido.

Ilustración de El Retrato Oval de iPoe
Siguiendo las indicaciones de doña Concha, giraron el primer pasillo a la derecha y ascendieron por una escalera sofisticada, hecha de madera, acompañados por los gruñidos de los peldaños a cada paso. Fue inevitable detenerse a observar el gran retrato ovalado de una joven que dominaba la estancia. El cuadro parecía tan real que ponía los pelos de punta. 

—Pensarás que estoy loca, pero juraría que la chica del cuadro se ha movido—, susurró Marta, sin quitar ojo del siniestro retrato.

—Sí, estás loca—, bromeó Teo, restando importancia a las palabras de su mujer.

Una vez en su habitación, deshicieron el escaso equipaje y se calzaron sus botas Chirucas dispuestos a aprovechar la hermosa tarde de invierno. Después de la lluvia de la mañana, a esas horas el sol empezaba a asomar entre las nubes y un inmenso arco iris nacía en el horizonte. A la bajada, de nuevo aquel misterioso cuadro les observaba incesante. “El caso es que… me resulta familiar”, pensó Teo cuando pasó por delante.

Cruzaron el vestíbulo sin captar la atención de doña Concha, que a juzgar por el ruido de cacharros, debía estar enfrascada en sus labores de limpieza. Teo tuvo un presentimiento y se giró hacia la escalera. Estiró el brazo cortando el paso a su mujer. La joven del retrato había desaparecido. El marco colgaba de la pared, vacío, aun balanceándose, carente de protagonista.

Teo y Marta se miraron, parpadearon incrédulos, dieron un paso atrás. Su primera intención fue la de largarse de aquel funesto lugar, pero Teo vio un pequeño cartel al lado del cuadro que hasta el momento había pasado desapercibido. Se acercaron agarrados de la mano, la tensión de sus cuerpos iba en aumento. El cartel rezaba: "Conchita Talavera de Olmedilla. 1956-1978".


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Teo cerró la puerta blindada de su apartamento con dos vueltas de llave. Llegaba demasiado tarde para ser martes. Le pareció ver luz procedente del dormitorio, aunque era extraño que Marta estuviera despierta a esas horas. Al final del día, ya no quedaba ni la mitad de ella. Teo se acercó a la cama, la respiración rítmica de su mujer y el libro que colgaba entre sus manos confirmaron sus sospechas. Cogió el libro con sigilo para no despertarla y ojeó la página por la que se había quedado: 

"El retrato oval, por Edgar A. Poe.

Era el retrato de una joven...

El pintor no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado… 

Al finalizar su trabajo, palideció intensamente herido por el terror: ¡estaba muerta!"